miércoles, 9 de noviembre de 2011

1945




Aquel anochecer de marzo el anciano Tisasopop’ua llamó a los jóvenes de la isla de Aunu’u, encendió una fogata, esperó con la paciencia y lentitud que dan los años, a que todos ocuparan sus lugares.

Desde aquel lugar en lo alto de un viejo cono volcánico podía verse el mar en toda su enormidad, no por nada los Fa´a habían permanecido aislados en su pequeña isla del pacifico sur, por miles de años.

El viejo alzó su mirada al cielo, su rostro iluminado parcialmente por la luz de la fogata, dejaba ver los rasgos duros de quien ha tenido una larga y difícil vida. Con una mueca ceremoniosa alzó su mano y apuntó a las estrellas, señalando una en especial.

Los jóvenes siguieron con la mirada hasta ver esa estrella rojiza y brillante a la que el anciano apuntaba.

-Allá –dijo– en esa dirección viven los dioses. Antes nuestro pueblo adoraba al sol y a la luna, a las plantas y animales, especialmente a la gran tortuga que cada año con sus huevos nos regalaba vida, siempre los vimos como los responsables de la fortuna y la infortuna, a cambio de sus favores hacíamos rezos y sacrificios.

Sin embargo, un día allá en el horizonte se escuchó un ruido como de mil avisperos, al alzar la vista al cielo vimos un enorme pájaro que caía con la cola en llamas hasta estrellarse en el mar. El ruido fue tal que todos corrimos a ver qué pasaba.

Entonces pasó sobre nuestras cabezas un pájaro más y detrás del otros seis que lo atacaban en el aire, lanzaban fuego y humo mientras gritaban. Hasta que por fin lo alcanzaron, lo derribaron sobre las aguas, luego se retiraron, todo quedó en calma nuevamente. Esa fue la primera vez que vimos una lucha entre los dioses.

A partir de ese día las grandes aves plateadas y verdes pasaban a todas horas, luchando entre sí en el aire. A veces tan cerca que alcanzábamos a ver que dentro de ellas había un dios de grandes ojos negros que a veces nos saludaba o crueles demonios que lanzaban fuego. Supimos entonces que los dioses viajaban en esos grandes pájaros así que los ayudábamos a acabar con los demonios con grandes danzas y rituales.

Sin embargo, un día en el horizonte vimos la ciudad de los dioses aparecer, una ciudad flotante y tan grande como nuestra isla, gris como la ceniza y con casas tan altas como arboles, donde los dioses iban y venían con sus trajes blancos, verdes y azules.

En la ciudad de los dioses descansaban varios pájaros blancos como la sal y algunas enormes libélulas negras como el carbón, había una gran llanura oscura con luces de colores que iluminaban el camino. Y entre mas se acercaba a la isla mas enorme se veía tapando incluso la luz del sol con su sombra.

Finalmente, lanzaron al mar varias canoas, semejantes a las nuestras, corrían sobre el agua con un ensordecedor rugido y una a una fueron tocando tierra en la playa de Ikaahu’a’o .

Nosotros llenos de miedo nos escondimos; entre los arboles, oculto pude ver a los dioses, su piel era blanca como la leche y sus cabellos dorados, aunque el sol los hacia ponerse rojos; hablaban un idioma extraño y traían una gran cantidad de cosas con ellos.

En cambio nosotros estábamos desnudos, nuestra piel negra era diferente.

Entonces comenzamos a caminar hacia la playa, con miedo pero con inmenso deseo de ver a los dioses. Juntamos rápidamente algunas frutas y se las ofrecimos, algunos las tomaron alegremente mientras otros enterraban un gran palo de metal en la arena desde la cual ondeaba una tela con estrellas y rayas de colores, los dioses eran enormes, apenas y les llegábamos arribita de la cintura. Uno de ellos sonrió, habló por una caja, todos se quedaron quietos.

En ese instante un bramido atronador se escuchó y una de las libélulas alzó el vuelo desde la ciudad, sus alas girando en círculos agitaban violentamente el aire mientras se acercaba a donde estábamos provocando una enorme tormenta de arena. Corrimos despavoridos hasta que la libélula cayó. Entonces regresamos lentamente.

Cuando se posó, bajó un ser de grandes y plateadas barbas, arrojando humo por la boca totalmente vestido de blanco y brillantes adornos. Todos los dioses lo saludaron con una mano apuntando sobre la frente, igual lo hicimos nosotros.

Supimos por instinto que él era el mayor de todos los dioses, al que todos obedecían, creador de la noche y el día, domador de demonios y tiburones, gobernante supremo del mundo y de la gran ciudad que llamaban “portaaviones”.

5 comentarios:

Unknown dijo...

Me gustó mucho tu mito, Capi.
Como siempre rico en creatividad.

Después de todo la vida moderna no es tan perfecta como nos quieren hacer creer.

Dr. Gonzo dijo...

La perspectiva de los aborígenes ante la otra cara de la civilización siempre da material y en realidad, es predecible a qué se refieren, pero no quita que hayas dado una serie de descripciones e hilación verdaderamente atrapantes. Mito/realidad chingones.

la MaLquEridA dijo...

Me recordó cuando Hernán Cortés llegó a conquistarnos y nos asustamos con sus caballos je.

A nuestros ancestros más bien.

Ros dijo...

Atrapante e hilada la historia, el final bastante equilibrado.
Disfruto mucho de tus descripciones. Fregón el texto.

Siracusa dijo...

El título me dio más o menos idea de por donde iba el texto, me gustó esa confrontación, de como se manifiesta la otredad desde la propia cosmovision. Una descripción muy buena Capitán.