viernes, 10 de febrero de 2012

Crónica de una sonrisa



Pasadas las seis de la tarde me retiré a paso lento del crucero en las calles de independencia y porvenir. El día no había sido del todo bueno, sólo arrojó cerca de cien pesos a mis bolsillos. Con la mirada a ras del escritorio hurgo en mis pensamientos, algo bueno tengo que sacar de la jornada. Resulta que cuando algo no sale del todo satisfactorio me cuento historias que transcribo llegando al departamento que me dejaron los abuelos. Y decir me cuento historias es por mi afición a la escritura; como aquella que elaboré hace un par de semanas en la que narraba cómo iniciaba un día cualquiera en mi vida. Basta con decirse que uno es escritor para serlo, no es necesario andar en esas tertulias literatosas entre presentaciones de libros, vinos, cuchicheos, envidias, persecuciones azarosas por las becas y nimiedades que desconozco en su totalidad y de las que puedo prescindir con notoria facilidad. Comento esto querido lector porque desde que dio inicio esto que lees observo con detenimiento el rumbo que me dicta la bic negra y el desenlace que arrojó más abajito esto que me cuento. Aquí en mi pequeño mundo el tiempo es cabalmente mío, no sé si escribo o me veo pensando que escribo o tal vez escribiendo lo que escribo es que me cuento la vida tatuándola desde otra pluma que no soy yo escribiendo. En fin, son payasadasmaníasmías que he ido acumulando con el paso de los años, como cuando escribo que fui por una taza con café para seguir como hasta ahora sentado aquí buscando la forma de engalanar mis penas y el final de esta trama.
Y me narro las vicisitudes del día para cerciorarme que estuve ahí: ¿qué habrá sido de aquel viejecillo que transitaba a paso de caracol por la avenida a eso de las once de la mañana? Entre las propinas ya no supe si entró a la panadería o dobló la esquina para entrar en la farmacia por un poco más de vida y qué me digo del joven que competía conmigo a modo de payaso para agradar a la chica con la que iba caminando – es curioso cómo olvidamos lo que somos al poner cara de imberbes, aniquilando nuestra valía por el simple hecho de agradar-. Las mujeres tienen un efecto narcótico en los hombres, siempre es así. Ahora recuerdo que el vaivén de mi mano dice que me encantaría hacer un cuento sobre la mirada que me regalan los niños tras el medallón de los vehículos cuando efectuó mis trucos, es algo sumamente interesante ver lo que sus ojitos comunican entre el smog, ¿a dónde se va todo ello? ¿Será que todos esos instantes van a posarse a los intentos de pineras que descansan en los maceteros a cada lado de la calle? No lo sé, pero imagino que la naturaleza citadina simula a través de ella personajes silbantes con el apoyo del viento, el cual nos regala la posibilidad en susurros de recuperar de la vida aquello que olvidamos.
Regresando al asunto para no desviarme, me cuento que al abrir la puerta del departamento encontré un sobre amarillo, levanté el mismo con cierto grado de asombro y precaución; algo así como cuando la luz ámbar del semáforo advierte que algo está por ocurrir -hacer alto total o proseguir la ruta, nunca sabremos lo que nos deparan las intersecciones del destino-. Podrán estar de acuerdo conmigo en que pude pasar por alto el dichoso sobre y seguir caminando hasta la sala para dejar mis cosas, pero por allá reclaman que lo tomé en luz ámbar para brincar a lo que escribo mientras desmaquillo mi rostro en el baño. Silencio, me gusta el silencio cuando desvisto al personaje para guardarlo de nueva cuenta en el espejo, por lo menos me queda eso de cierto. Pasando al cuarto, me pongo la bata y las tripas reclaman un café que en pretérito tomaba mientras sigo aquí escribiendo.  De sobra está decir que no me gusta alterar el rumbo de las cosas, pero estamos de acuerdo que si juegas al escribiente puedes moldear maliciosamente aquello que ocultas tras bambalinas y darle otra posible apertura para beneplácito de los sentidos. A estas horas de la noche el texto me pregunta ¿dónde quedó el sobre? a lo cual  redacto en tiempo real que estoy por abrirlo mientras le doy otro sorbo al café. Por allá  la bic ensimismada sigue en su enjundiosa labor, me voy a hurtadillas para dejarla trabajar. Salgo al balcón a contemplar el hormiguero nocturno que es la ciudad. Café y bocanadas de humo colocan una sonrisa en mi rostro, pues el relato que ahora releo dice que estoy parado en el balcón sonriendo por el contenido de aquel sobrecito amarillo.

3 comentarios:

Ros dijo...

Ay, ay, ay, me gustó.
Este texto sencillo y simpático tiene mucho sabor, e imágenes que hicieron que me enamorara de ese payaso.
La neta que esta idea quedó rica, ligerita, salpicada con frases que hacen que las tripas gruñan de felicidá. Chido.

Dr. Gonzo dijo...

Bien interesante. Me gustan los textos que no son pretenciosos como este mero, que juega con la sencillez y la sesuda reflexión del testigo en que uno llega a volverse en su propia vida (o a ajena en algunos casos). Además el personaje tiene muchos rasgos que por ahí conozco.

Fantasía psiquiátrica dijo...

Admiro tu capacidad descriptiva y tu habilidad para enlazar estados anímicos, en este caso esos aspectos siguen en la misma dirección, sin embargo en esta ocasión creo que se deja a un lado el tópico, que si bien tu texto fue un revés (creativo) considero que saltó a otro tema; otro detalle –y no quiero sonar clasista, mucho menos esnobista- , es la posibilidad de este empedernido del café y la melancolía (bien construido), es decir, su transición de payaso de la esquina a escritor urbano disidente, tal vez sería aplicable a la piel emocional de otro individuo (seguro) más no del amigo payaso.
Saludos padre.