domingo, 22 de abril de 2012

El faje de mi vida

Cuando mocoso, siempre que me atascaba de tragadera, mi jefa me decía: ¡Que te fajen! Ya con el tiempo y con la sabiduría que mis estudios y mi propia inteligencia supieron proporcionarme, supe que esa expresión se refería a que me colocaran una especie de cinturón grueso que me apretara para que mis deseos de ingerir alimentos de más, se vieran limitados y mi vientre no excediera su típica hinchazón. Con todo y eso, el faje era el tema preciso para presumir entre los cuates… o bueno, eso hacían los cuates. Se trataba de que en tus manos cayera el ansiado atractivo de nuestras compañeras y los más atrevidos, los más efectivos, nuestros semidioses del amor, hasta de las maestras. Un roce, un pellizco, una plena agarrada en las más generosas de senos y nalgas… todo valía, todo era un faje, todo eso te hacía un campeón. Yo tenía 13 años y mi único acercamiento a un buen faje fue cuando, bien pedo, me sostuve de un árbol para no caerme y estrellar mi humanidad contra el piso y lo rasposito del tronco supo estimularme en la nebulosa de mi incróspida humanidad, hasta hacerme poner los ojitos en blanco. Frotándome y frotándome, obtuve el éxtasis deseado mientras acariciaba el accidentado terreno del tronco del viejo árbol. Claro, yo no iba a decir una palabra de esto a mis cuates: Al contrario, tenía que adornarme, yo ya me había “fajado” a incontables chavas que nadie conocía muy bien o cuyos generales eran más bien difíciles de corroborarse. Mi historia de agasajos se volvió tan legendaria como la de los que estaban en los más altos peldaños. Pero oh, mi ambición es legendaria. Ya tenía 15 años y estaba por abandonar la secundaria y debía dejar mi rúbrica de legendario fajador, de avezado ícono de la calentura juvenil, debía dejar mi legado insuperable, mi David, mi Carpina Sixtina Alzadina de la época secundariana. Para un mentiroso experto no debía haber problema. Sólo tenía que fijarme en la profesora más buena, la más asediada hasta por los pobres patéticos del sindicato y profesores bonachones de a cien pesos la hora, como asediada por el resto de los alumnos que experimentaban sus bochornos nocturnos con su figura. Ahí estaba ella: Imelda. Su nombre sonaba tan sensual por sí mismo que ni me preocupaba que fuera maestra de quién sabe qué, ni que en realidad tuviera a un hombre. Claro, no todo iba a quedar en un: me la fajé; no, se trataba de imponer mi ley y llegar al: me la terminé cogiendo y así poder ver las caras de sorprendidos de todos ellos, que sólo aspiraban a un pellizco para poder tocarse bajo sus sábanas. Yo sería leyenda. El único problema es que necesitaría una prueba, necesitaría LA prueba. Ropa interior, nada difícil de conseguir de algún tendedero cercano, una talla cercana, un hilo dental, algo bastante sensual que no dejara duda de mi hazaña. Para asegurar la ayuda involuntaria de Imelda, me acerqué a ella solicitándole su ayuda para obtener un libro de la biblioteca del cual, sólo por existir una copia, era prestado a profesores. Yo le rogaría que en aras de poder aprobar un examen me ayudara a sacarlo. De buena gana ella asintió y al verla tan de cerca, supe que mi plan era perfecto. Imelda sacaría el libro el lunes e incluso me dijo que podría pasar a recogerlo a su casa esa misma tarde y ella me apoyaría a revisar todos esos contenidos que yo necesitara. Fue tan amable que incluso me dijo que podríamos cenar juntos después de revisar esos contenidos. No se detuvo en hacer notar que yo le caía muy bien por buscar obtener una buena nota acudiendo a una profesora y sobre todo, por lo mucho que mi mirada y sonrisa le agradaban tanto para ser un púber. En fin, eso fue lo de menos, todo estaba listo, estaba por conmocionar a la comunidad de calenturientos. Llegué el lunes, con la historia bien armada, la prueba y justo media hora antes de que Imelda llegara a la escuela, yo volteara a verla sugerentemente y ella afirmaría sonriente, justo después de terminar mi historia. Y así fue, maravillé, llené de nudos en la garganta a esa generación saliente de la Secundaria Oficial No. 78 Antonio López de Santa Anna. Ninguno de ellos tendría oportunidad de corroborar la historia más que por la tanga hilo dental que les mostré, tampoco podrían intentar nada con ella, puesto que saldríamos esa semana. Yo era el triunfador. ¿Que si fui a su casa esa tarde por el libro y cenar con ella luego de hablar de asuntos académicos y escucharla hablar de mi mirada y mi sonrisa y todo eso que le gustaba de mí? Nah, no tenía chiste, yo tenía que estar a las 8 de la noche en mi casa a más tardar. *Extracto de Las Crónicas del Hernia

1 comentario:

Ros dijo...

Imelda, jaja, cierto, nombre de sabrosa... oye, me has hecho pasar un buen domingo, ligerillo y divertido el texto, nada de complicaciones, chido. Me hiciste recordar a mis babientos excompañeros y me dibujaste varias sonrisas.
Saludos, doc.