Soy un chicle de bolita;
nací verde por fuera y blanco por dentro, siempre olí a hierbabuena. Me parió
una manguera plástica que me arrojó a un tanque lleno de quinientos mil chicles.
Es toda la conciencia que tengo de mi madre, recuerdo sus labios plásticos,
encendidos; sus ojos amarillos girando en torno a mí: mirándome, despidiéndose.
Todos nacimos un 21 de octubre, unos fueron empaquetados y repartidos en varios
camiones; a mí me vendieron –junto con mis coloridos hermanos– a granel.
Terminé en el canasto de una
dulcería, donde unas manos me llevaron a la báscula. –Nada más 300 gramos –oí
decir.
Esa misma tarde, formé parte
de un extraño recuerdo de bautizo; envuelto en papel celofán y con una curiosa
nota, fue como llegué a vivir a “La Vitrina”, hogar en el que he permanecido
los últimos tres años. Aquí se vive bien, mirando la vida, todos pasan, todo
pasa. Es como un viaje invertido, no hay movimiento, al contrario de mi viaje
en carretera, permanezco hierático mientras el paisaje se mueve, mientras los
pasos pasan y el polvo satura el cristal. A veces, se abren las puertas y se
une el aire para vibrar este rincón; nuevos objetos entran a formar parte de
este cuadro oculto, donde siendo chicle de bolita, me he vuelto fantasma de exhibidor.
3 comentarios:
El ejercicio fue tan imaginativo que casi me causó envidia. Se agradece esa versión jovial de la perspectiva del ánima de sabor.
Y un día llegó de visita un niño curioso que por poco rompe la vitrina, eso me hizo saltar cual pelotita de goma entre una nube de polvo; el chico no perdió tiempo y me tragó; pensé que moríría, no sabía que era indestructible.
:)
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