El domingo pasado en el país se celebró, la llamada, intitulada
“fiesta de la democracia”, que si bien para muchos no auguró celebración
alguna, al menos –sí- en esa afrenta burocrática muchos encontramos una resaca
instantánea, un mal sabor de boca que hasta el día de hoy no se ha ido del todo,
y veo difícil que se ausente. Y que quede bien claro, no es por la “esperanza”
de que las cosas pudieron haber cambiado, de el hecho de pensar “Porqué no le
dieron la oportunidad, allí estaba la otra intención…”, no es nada de eso. Mi
breve –compartido- inconveniente, es dar cuenta de que tan afectado está
nuestro país, necesariamente en la vulnerabilidad de su población y su visceral
forma de pensar (pues ésta no deja de pensar, a pesar de que la lógica más pura
nos llevaría a concebirlo así), el punto radica en que es un pensamiento individualista, un pensamiento a
conveniencia de la banalidad y del ego más grande. En otros tanto se señala y
se justifica (digiere) en necesidad, la revestida en el placer del dolor; me
indigna, y a su vez me causa un gran temor dar cuenta la forma tan fácil de
embaucar a la gente, la manera inocente e infantil en que los llamados seres
pensantes muerden un anzuelo de carnada falsa, de carne de mentiras, podrida.
Fuera del proselitismo más indigno (¿existe uno que no lo sea?), de los
intereses globales (la verdad se resume al
vecino del norte) y de la maquinaria –apabullante- de los medios de
comunicación, pareciera que en este proceso electoral (sí, con todas las fallas
que sólo una democracia en pañales puede tener: encuestas reventadas,
financiamientos ilegítimos, compra de votos, acarreamiento, autonomía de un órgano
inexistente, favoritismos mediáticos, etc.) fue en gran medida decido –y
concedido- por el pueblo. México tiene un antecedente bien sustentado en el
dramático existir; viviendo por años, cientos, en el filo de una navaja, un
rojo destellante y chorreante de sangre en herida siempre abierta, que se cura,
pero en segundos de nueva cuenta ya está abierta otra vez, necesidad de dolor
que hace (por paradójico pareciera) dar sentido a nuestras vidas, sentirse en
riesgo y preocupación para respirar “ánimo de vivir”. Y esta formulación,
técnica rígida en el goce instantáneo deviene de nuestro primitivo e innato
carácter paternalista, bien lucubrado en el hegemónico partido que de nueva
cuenta retorna, ahora presentado como un padre benevolente que se disculpa por
su pésima crianza, se dispensa de las severas golpizas (madrizas) que le dio a
su hijo: el pueblo, y este hijo mal trecho, traumatizado, de valores planeados, artificiales, inyectado
hasta el tuétano en la alegoría pésima del llamado “éxito”; atento siempre a la
legitimidad del documento, la firma y promesa de una sonrisa de telenovela. Por
regla las telenovelas siempre tienen finales felices, aún discutibles y fantasiosos
parezcan. Esa es la realidad inmediata, una crónica de un gobernante
–ilegitimo- anunciado, muchos nos aferramos a que esta novela tendría un final
si bien no “feliz”, al menos decente. El final se puede resumir en: reiteración
recalcitrante, a título le llamaría “Nosotros los proles, ustedes los
masoquistas”.
Ahora, si este final
telenovelesco no causo agrado y simpatía alguna en ti, ni en tu hogar, ni en tu
país, invito entonces a jugar el mismo
juego, es más, bajo las mismas reglas. De ser así, marca entonces el: 01 800
CUESTIONAMIENTO, 01 800 NO PASIVIDAD, 01 800 PARTICIPACIÓN SOCIAL, 01 800
EDUCACIÓN y 01 800 CULTURA, y si puedes, marca
todos al mismo tiempo.
¡Llama ya! ¡Actúa ya!
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