Ayer maté un pulga de mi gata, la muy cabrona succionaba en
desmedida la sangre de mi lindo felino; esto lo venía haciendo por
generaciones, esta pulga falaz que aun tengo atorada en mi uña es quizá la
heredera de la primera pulga que se asentó en el cuerpo de mi mascota. Hace
años de esto, mi gata tiene casi 12 años, longeva lo sé. El baño en la
veterinaria fue inútil inversión.
Hoy un fue día terrible para mí en la veterinaria, tuve que
sacrificar a un cachorro; estuvo durante un mes en la clínica, desde su
nacimiento presentó una insuficiencia cardiovascular. Tuve a mal engañarme que
sobreviviría, que pasadas las semanas le podría intervenir, bien sabía que el
caso estaba perdido, sin embargo me encariñé, me empeciné. Me recordaba a un perro que tuve
en la infancia, como éste, fue pequeño y enfermizo al nacer, le cuidé mucho. En
su caja de zapatos, a escondidas de mi papá, le metía a mi recamara; si hacia
muchos frio me lo llevaba a la cama, aunque luego amanecía mojado de la
espalda. Diez años estuvo con nosotros,
el enterarme de donde terminó al morir me llenó de rabia para con mi padre. Se
le hizo tan sencillo meterle en una bolsa de basura, entre las naranjas del
juego de la mañana y los papeles del baño. No se lo perdoné en años, en sí no
estoy del todo seguro de haberlo perdonado… tal vez esa fue una de mis razones
de afianzarme tanto con este pobre animal que hoy sacrifiqué, pero que a
diferencia de mi padre entierro aquí, en el jardín, a un lado de la cochera.
Ojalá mi padre hubiera hecho lo mismo, y de haber sido, acto seguido, que no
hubiera desaparecido, que no se hubiese ido.
Allí mi hijo sepultando otra más de sus animales, en efecto
ese jardín es cementerio de mascotas. Pobre, siempre se encariña demasiado con sus
animales. Pero el único responsable de conducta tan extraña es su padre,
desgraciado hombre. Cómo pudo hacernos tanto daño, provocarnos tanto dolor. Aquello de lo
del perro en la bolsa de basura es mínimo comparado con el resto de cosas que
tuvo a desgracia infligirnos; repetidas ocasiones le descubrí lastimando a las
mascotas de mis hijos, sobre todo las de él, hasta ahora no entiendo por qué le
aborrecía de esa manera, si era su vivo retrato. Lo peor fue cuando encontré
aquellas fotos, las escondía en el viejo horno de microondas que según algún
día repararía, estaban justo en el motor del plato giratorio, en una bolsita
amarilla, fotos de niñas desnudas tocándole, y en otras posiciones que de sólo
recordarles me llevan a querer vomitar, me llevan a querer enterrarle las uñas
en los ojos, me llevan a querer meterle otra vez el cuchillo en la garganta.
Verle allí tirado junto a su amada caja de herramientas, gimiendo, borboteándole
la sangre. Desgraciado. Lo más difícil fue sacar su cuerpo, y aun más difícil
fue cavar ese hoyo en el jardín. Allí es donde debías descansar, entre
animales.
Una hormiga carga una hoja, es una hoja con tres agujeros,
esto no es efecto de muerte celular en la planta, se nota que fue carcomida por
otros insectos, al final fue abandonada y esta afortunada le encontró. Pasa
cerca del zapato del veterinario, éste pega con la pala en la tierra, dándole firmeza,
cubriendo. La hormiga esquiva hábilmente, no suelta la hoja, prosigue en su
andanza. Del lado de la tierra recién movida salta un arácnido, es repulsivo,
verde, mimetizado entre los pastos, es imposible que la hormiga le vea, le
atrapa de la cabeza. La hoja queda abandonada entre la tierra. La araña avanza rápidamente
con su alimento, sala del área verde, trepa fácilmente un cobertizo, arrastra
con destreza el cadáver de la hormiga. Baja rápidamente del cobertizo, llega a
una acera para de inmediato explotar al ser aplastada
por el pie de un sujeto que en ese momento por allí pasaba. El tipo ahora lleva
en la suela de su zapato algunas patas y parte del abdomen del arácnido.
Ve la hora, voltea en ambas direcciones, a quien espera
parece no llegar. Vuelve a observar su reloj, apenas unos minutos de la última
vez que lo hizo. Decide esperar en otro lugar, en segundos se arrepiente, el
punto de encuentro sería ahí, le dijeron claramente que no debía moverse por
ningún motivo de ese lugar. Decide matar
el tiempo contando los coches que pasan por esa poca transitada calle, se
arrepiente de no haber traído su Game Boy. Un camarada se lo obsequió “para cuando
tengas que esperar de más, para cuando tengas que matar el tiempo” le había dicho. Un auto llegó, se paró justo
a un costado de él, una voz le dijo sube. De inmediato la misma voz cambió de
parecer “límpiate las suelas, no quiero que llenes de mierda mi auto”. El
sujeto obedeció, en el bordo de la banqueta dejó una plasta viscosa, entre lo
que parecían partes de algún insecto. Subió y el auto dispuso su marcha, para
treinta metros más adelante detenerse de nuevo;
del auto fue arrojado un cuerpo, era el mismo sujeto que minutos antes
limpió las suelas de sus zapatos. Tenía un tiro -limpio- en la sien, y una nota pegada
en la espalda que decía: “Para matar, antes se tiene que autorizar. Los perros
traidores, los verdaderos animales, descansan a la intemperie”.
1 comentario:
Muy buena historia, calando en minúsculos momentos de circunstancias ávidas de tener un sentido, de adherirse a un discurso. Matar en efecto se viene de un permiso (tácito) cuando la unidad ya ha matado.
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