sábado, 6 de octubre de 2012

Walmart




Nunca me quedo con las ganas de decirle cuanto lo quiero, aunque a veces se lo demuestre de muchas maneras: ¿Qué quieres desayunar?, ¿Me rascas la espalda?, ¡Tengo hambre! o ¡apaga esa alarma!
Hoy es uno de esos días en que sólo cabe recordar, recordarnos en tantas ciudades y en tantos encuentros que nos han llevado hasta lo que hoy somos: él y yo, de verso en verso.
Tantas veces sé que decirle, pero luego despierto, despierto y le digo alguna tontería, como que se me antoja comer ceviche; él sonríe y yo entiendo esa sonrisa porque sé cuánto odia el pescado. Necesito limones, insisto, lo demás ya lo he comprado.
Sí, ya tenía lista su tortura, aunque también jamón y pan de caja: ama mi plan B. Lo dice su silencio.
Después de una ducha, se ofrece a llevarme al super, yo observo cómo escurre el agua por su torso desnudo y se me antoja buscar constelaciones.
Para ir al supermercado, cualquier pretexto es bueno, como buscar limones. Ya dentro de la tienda, pude sentir como mis raíces iban cayendo, ni de Colima, ni de Jalisco, tampoco de Irapuato. Estar en Walmart es permanecer sin ciudad, sin patria, es liberarse del exterior, de la historia, hasta de Juan; los pasillos, tan iguales aquí en México, como en Argentina, atiborrados de marcas, saturaron mis pupilas.
Me gusta revisarlo todo, la colocación y el colorido, la estrategia de los productos, las ofertas y la publicidad: todo es diseño, todo. Diseñan nuestra compra, la de los curiosos y la de los que sólo vamos por un kilo de limones. Tanto así, que regresé por un carrito, porque los paquetes y latería caían de entre mis brazos. Ring, ring: un mensaje. Era él, ¿cómo vas con las compras? –dijo. Regresé a Irapuato, su mensaje me ancló de nuevo a este sitio. Suspiré.
Ya casi, contesté. Él entiende mis “ya casi”, los entiende todas las mañanas, cuando apenas puedo balbucear con el cepillo de dientes entre mis labios. Sabe que después de eso, continúa el brillo de frambuesa y el delineador negro sobre mis pestañas. A veces se vuelve a dormir, otras, con sus ojos adormilados, observa cómo delineo mis párpados.
Un kilo de 995 gramos de limones  brillosos y  jugosos, listos para inundar mi garganta, para hacerme salivar, más doscientos pesos de cosas que no necesitaba, me acompañaron al estacionamiento.
Aparece tras de mí, carga dos cafés fríos, pega uno sobre mi espalda, y me sobresalto. Te extrañé –dice–, eres mi sobresalto preferido.
Camino a casa, le muestro mi nuevo esmalte menta-limón. Mueve la cabeza en tono comprensivo y da un sorbo al café. El silencio nunca estuvo mejor.

3 comentarios:

Dr. Gonzo dijo...

Seguramente tu intención era mostrarnos esta historia de limones que por cierto ahorita necesito, pero si me quedó a deber. Espero que con una segunda leída me pueda entrat mejor la intención

Siracusa dijo...

Más que ácido lo encuentro dulce y tierno. Me gusta mucho tu estilo y como una escena cotidiana se transforma en el mundo significativo de los protagonistas.

Saludos

ferrrioni dijo...

El amor en toda su bella y ordinaria intimidad en un entorno que casi todos vivimos.
Los limones buenos de Colima los exportan, los que se quedan los consumimos aquí, de regular calidad.