jueves, 19 de junio de 2014

El paso de los días.





La enfermera llegaba todos los días puntualmente a las siete de la mañana a casa de la familia Pino, una casa antigua de las del centro, en la que se dedicaba al cuidado de una señora nonagenaria aquejada por diabetes y demencia senil, su nombre era Edith.

Cuando conoció a Doña Edith supo de inmediato que rompería su regla de oro: no encariñarse con los pacientes. Doña Edith fue bendecida por la vida con el invaluable don de envejecer con gracia. Era una señora pequeña, con algo de sobrepeso, cabello canoso recogido en un  chongo, que pasaba sus últimos años de vida tendida en la cama. Dormía casi todo el tiempo, sin embargo, cuando despertaba siempre se le veía de buen humor. Al sonreír, su boca sin dientes parecía más infantil que centenaria y  en sus ojos aún se le observaba esa alegría de vivir que muchos pierden antes de terminar los treintas.

Debajo de todas sus arrugas, aún se podía distinguir el rostro de la mujer que, si bien no bella, poseía  una cara que  inspiraba confianza y ternura en quienes la conocían. Había sido una mujer ordinaria, de clase media, madre de familia, respetable esposa y ama de casa muy trabajadora, tal como dictaban las costumbres de su época. Una mujer con fe en Dios que no faltaba a ninguna fiesta de guardar y  rezadora en las novenas de todos los santos.

La pasión de su vida fueron las ollas y las sartenes, no había lugar en que se sintiera más en su elemento que en  la cocina, fue la mejor cocinara de su barrio, con una sazón deliciosa. Desde su cocina llevaba control de su familia, atendía a sus visitas y cuidó de sus hijos, sobrinos y nietos.  Debido a su buen juicio, don de gente y sentido común, muchas personas la adoptaron como confidente y consejera, era amiga de todo el mundo y la casa siempre estaba llena de amistades. Tenía sólo un par de defectos: una lengua mal hablada y falta de preparación escolar  ya que solo pudo estudiar hasta tercer año de primaria. 

Tuvo una  vida tan plena y feliz que el puro recuerdo  le alcanzó para llenar de alegría su vida hasta el final. Algún tiempo atrás, antes de que llegara la enfermera, cuando  su enfermedad empezó a aquejarla cruelmente con dolores e incapacidades, dejó de entender porque seguía en este mundo, ¡ya no le quedaba nadie! Ni hijos, ni hermanos, ni amigos, todos la habían dejado, todos se habían ido antes.  Una mañana  simplemente decidió cerrar su mente, se fue con su gente y nos dejó su cuerpo abandonado.

A la enfermera, Doña Edith le parecía una superviviente; diabética desde  mediana edad,  había llegado a los noventa años con solamente dos dedos amputados, buen oído y vista; sobrevivió a todos sus hijos y eran sus nietos quienes la cuidaban.

Incapaz de valerse por sí misma ni para las tareas más elementales, todos los días de su vida eran iguales. A las siete y media de la mañana la enfermera la levantaba; se le cambiaba el pañal y se le acicalaba como a un bebe. Había que girarla en la cama para limpiarla, ponerle talcos y cremas para prevenir cualquier tipo de llagas y sanarle sus heridas. Doña Edith, con su mirada pérdida y la mente volando muy lejos, era como una palomita dócil que se dejaba le hicieran lo que tuvieran que hacerle.

Después seguía el desayuno, le daban fruta, suplementos alimenticios, comida blanda y balanceada que su boquita sin dientes y su cansado estómago pudieran digerir. Todo esto acompañado de medio centenar de pastillas para mantener su cuerpo con vida.  Su enfermera la criaba pacientemente, le limpiaba con cuidado la saliva y la comida que se le escapaba de las comisuras de su boca al masticar.  Doña Edith se esforzaba por comer y sonreía con los ojos como señal de agradecimiento a su amable enfermera. 

La enfermera la bañaba diariamente con agua caliente, la sentaba en una silla debajo de la regadera  y cuidadosamente le jabonaba toda su piel, era tan viejecita, que había que manipular la piel de sus brazos con el mayor cuidado para no cortarla o dejarle moretones. Los días que doña Edith tenía su mente con ella, disfrutaba el agua caliente y los aromes  con los que la bañaban, le encantaba el olor de la vainilla, le traía muchos recuerdos: su helado favorito, los flanes y su repostería; también gustaba de los aromas frutales, especialmente sus espumas de sandía y coco. Le lavaban, secaban y peinaban su cabello, a sus noventa años, su cabello era muy delgado y suave, pero aún daba para hacer trenzas y chongos. En realidad, ella se dejaba hacer todo, ya que la mayor parte del tiempo estaba ausente.

Después del baño y el desayuno, la enfermera le masajeaba el cuerpo para prevenir problemas de circulación. Gentiles masajes en las piernas y en los brazos, había que evitar a toda costa otra amputación. La primera operación fue muy dolorosa, pero Doña Edith jamás se quejaba por dolor. Sin importar lo mucho que dolieran sus piernas,  o que le estuvieran haciendo cosas incómodas, como limpiando sus partes íntimas, jamás se quejaba de nada, si acaso, fruncía el ceño. Era fuerte y aguantadora.

 A veces por las tardes, llegaban sus bisnietos a jugar con ella; para ellos, la bisabuela era una muñeca mansa y linda de carne y hueso. Jugaban a que eran doctores y ella su paciente, le practicaban todo tipo de operaciones. Vendaban sus brazos y piernas, la llenaban de talco, incluso le pegaron unas salchichas en el pie donde habían emputado sus dedos. También le hacían todo tipo de peinados exóticos, trencitas, chongos, le colgaban collares y bufandas,  le ponían moños y lazos, pintaban sus labios y sus uñas y le hacían cirugía plástica estirándole la piel de la cara. Doña Edith no se quejaba, no parecía siquiera darse cuenta de que los niños estaban ahí. Solamente reaccionó la ocasión en que en una de sus cirugías plásticas le pusieron una pinza de tender ropa  a sus arrugas y el dolor la despertó de vuelta a nuestro mundo.

Todos los días a las doce del día, como si fuese girasol, al llegar el sol a su punto más alto, el cerebro de Doña Edith encontraba su luz y le permitía contactarse un rato con el mundo real; entonces su enfermera  podía asomarse un poco a ese limbo en el que su paciente consentida  vivía su día a día.

Se quedaba con ella, sentada junto a la ventana, escuchándola hablar “Buenos días Doña Edith, ¿Cómo ha estado? ¿Qué tal su día?” le preguntaba como si fuera la enfermera quién en realidad acabara de llegar. Doña Edith, platicadora por naturaleza, algunas veces la conocía y otras no, pero siempre le contaba todo lo que había hecho. “Fui al mercado tempranito, agarré camión porque me dolían los pies pero mi marido tiene su asma  y necesito sangre de tortuga para su remedio, se ha visto rete mal  el pobre…” o “Preparé mis rezos para la novena del Divino Niño, hoy toca cantarle en casa de mi comadre Soco y…”. A veces hablaba de sus marchantas, de gente que se había encontrado en el camino, problemas caseros, chismes de barrio, pero de lo que más disfrutaba hablar y en detalle contaba era la comida que preparó ese día: frijol con puerco, pan de cazón, pescado frito, puchero, sopa negra, manitas de cangrejo, chilpachole, mole, puerco entomatado, cochinita, calabacitas…

En ocasiones, en esos despertares de mediodía,  traía compañía de su mundo, venía con sus muertos. Esos días, después del saludo inicial de la enfermera, Doña Edith le decía que no fuera grosera y que saludara a don Adalberto, o que no interrumpiera a su suegra, o que se retirara porque necesitaba hablar en privado con Sonia. La enfermera, respetuosa de su paciente salía de la habitación y  Doña Edith se quedaba sola, en silencio, mirando a un punto en particular y aunque no hablaba, se veía alerta y despierta, de vez en cuando, hasta sonreía porque en su mente estaba teniendo una conversación de lo más interesante con sus visitas.

Alrededor de la una y media de la tarde, doña Edith se empezaba a confundir. Algo de este mundo llamaba su atención, algo cotidiano que no concordaba con el mundo en que vivía.  El sonido de la tele, el pasar de los carros, el reloj, algunas veces eran los bisnietos. Acostumbrada a vivir su día a día seis décadas atrás, no asimilaba cuando los niños la llamaban “abuelita”, las canciones se le hacían muy “modernas”, el reloj no daba “otra hora” y perturbaba el orden de sus recuerdos.

Se empezaba a sentir cansada, hacía intentos por moverse y  le angustiaba el no poder. Se daba cuenta de repente que ese día no había ido a la Iglesia, ni al mercado, ni a ningún lado del que hubiera estado hablando antes y por más que se esforzara no acertaba a recordar que era lo que había hecho realmente ese día, o porque de repente le costaba tanto trabajo moverse. Entonces el dolor de su cuerpo regresaba, la agobiaba y rompía a llorar.

 Cuando era día de "visitas", sus muertos se desparecían lentamente  frente a sus ojos y entonces llamaba angustiada  a la enfermera; le contaba que se quedó  dormida y tuvo un sueño muy real. Doña Edith siempre se auto explicaba esos “sueños” como que la visita en cuestión (su prima, hermano, marido, suegra o hijo) estaba muy enferma  y habían ido a despedirse de ella.

Le suplicaba a la enfermera que llamara a la familia para preguntar si estaban bien; luego desenmarañando sus entremezclados recuerdos, caía en cuenta que ya había asistido a sus velorios y entonces su añejado corazón se llenaba de  miedo; pensaba los fantasmas habían ido por ella. En esos instantes volvía el dolor, cuando su mundo colapsaba, el dolor que ese limbo bloqueaba regresaba con toda su fuerza sobre ella y el peso la hacía llorar.


Entonces la enfermera solamente le daba una mentita y trataba de tranquilizarla, le prometía que todo estaría bien, que durmiera un rato para olvidar el dolor. Cual si fuese una niña, la abrazaba,  le ponía música o le cantaba hasta que  Doña Edith se volvía a dormir; cuando despertara de su siesta, regresarían sus ojos abiertos con la mirada pérdida, su mente muy lejos en el tiempo, eligiendo vivir su vida en otra época, los años en que fue feliz y olvidando por completo el doloroso día a día  por el  que  cotidianamente su cuerpo tenía que pasar.  

5 comentarios:

Siracusa dijo...

En alguna ocasión me toco cuidar a un familiar que estaba mas o menos en esa situación, ausentes y esperando el día para marcharse de este mundo piñata.
Me gustó la imagen de la señora y la intervención de la enfermera que la cuidaba con mucho esmero. Tallereando: hubo momentos en que me confundí entre las descripciones de su día supongo que se puede pulir un poquito mas y tienes algunos errores de dedo.

Saludos

ESCRIBICIONISTAS dijo...

Híjole, qué historia más triste, "muñeca mansa"... fuerte escena.

Me texto me hizo sentir varias cosas, entre ellas coraje y ganas de no llegar a esa edad en circunstancias así. Me gusta tu forma de narrar, aunque extenso, se lee facilito.

Yo le quitaría algunos detalles y sugeriría al lector las cosas que pensó sin ahondar en listados.

Saludos

Ros

Dr. Gonzo dijo...

Me enamoré de la imagen de doña Edith. Me resultó algo muy fuerte y me pudo conmover su situación. Manejas elementos de interacción súper acabados. Desde mi óptica, valió la pena la extensa descripción de algunas cosas, era algo que pude imaginar con detalle y que en su final me dio un vuelco en las tripas. Grandioso.

Hansel Toscano Ruiseñor dijo...

La muerte en vida, Dios mio, me ha afectado y eso es signo de que fue un relato convincente, sobretodo en el ultimo tramo ¡Chido!

Lindo Rostro dijo...

Me sacaste la lágrima. Logré visualizar todas las escenas con tan detalladas descripciones.