Atraviesas de nueva cuenta
el puente un viernes a las cuatro de la mañana. Por la ventanilla del autobús,
el río sigue su transcurrir sin mirar atrás. Tránsito permanente que nos
expulsa al mundo para vivenciarlo, reírlo, padecerlo, embriagarlo, mezclarlo todo
a su alrededor y si acaso, darle un sentido al peregrinaje de nuestros pasos. Y
recuerdas –entonces- aquella madrugada
en la que contabas con escasos seis años y
tomó tu mano para ir por la masa para los bocoles matutinos, mientras el
resto de la familia era recibida en el terruño. Siempre tan servicial y lista
en la cocina para las demandas del ejército familiar. El laboratorio personal
para deleite del paladar.
Conforme sigue su marcha el
autobús, observas las callecitas desoladas y las ventanas de las viejas casas
que te miran con extrañeza, y piensas en el alcohol que te colocó en la
barbilla cuando caíste de la bici aquella tarde en la calle de Mina o aquella
ocasión en la que te abrazó tan fuerte después de la corretiza que te pegó el
perro del vecino por toda la manzana (el he-man, le decían). Cucharadas de miel
y cobijo menguaron tus terrores.
Al salir de la terminal
decides caminar entre recuerdos y te vas más atrás, como cuando intercambiaba
monedas por un par de escuís -en la tienda del “chico”- para la palomilla de
primos que jugaban en patines a lo lejos bajo el intenso calor. Días de
esparcimiento y camarería infantil. A lo lejos, observas atravesar la sombra de
un señor a la acera iluminada por el farol, y te preguntas ¿por qué la gente
evita la oscuridad? En la penumbra, los
destellos de nuestra existencia iluminan el espacio si pones atención. Cada
escenario recorrido y vivenciado tiene una función, la de recordarnos en la
oscuridad que fueron ciertos. Es lo único que tenemos. El futuro es utopía por
alcanzar.
Llegas al parque, enciendes
un cigarro y no puedes evitar con cierta sonrisa nerviosa aquella vez en la que
la abuela fue con la vecina para decirle que su par de gemelos te habían
espantado simulando un cuerpo con dos cabezas asomados por la barda. En fin,
estás a una cuadra del lugar al que no deseas llegar, la tristeza colectiva es
algo que siempre te ha incomodado. Te detienes en la tienda, observas por allí
y por allá y descubres entre un arcoíris de sabores justamente ese dulcecito
que probaste por vez primera hace más de veinticinco años mientras te decía guárdalo
en tu bolsillo y cómelo hasta después de la merienda. Mientras mitigas el nerviosismo
con el cremoso y riquísimo sabor de la gloria recién comprada, se te viene a la
mente que vamos y volvemos a ninguna parte
y sabes de antemano que a partir de hoy este sabor tan singular estará
en todos y en ningún lugar.
7 comentarios:
Quedaría mejor si usarás voz de narrador, en lugar de hacer como si le estuvieras recordando al personaje de tu relato lo que hizo.
Me gustó tu historia, esta llena de sentimiento, haz de querer mucho a tus abuelos. Logro imaginarme claramente al niño que se cae en bici y al muchacho que regresa a despedirse. Saludos!
Un instante eterno de fugaz nostalgia (de la que nunca se olvida). Fue como los dulces que mencionaste, se va por el aparato digestivo... pero el sabor se queda mucho tiempo ¡Buenas instantáneas! Así debe de ser la vida.
Muy conmovedor, la gente que se va y no se va, o mejor dicho, o se va, regresa "volvemos a ninguna parte" escribiste, y creo que tienes razón.
Concuerdo con Pherro.
Muy padre historia, creo que está armada de manera que te involucres con sus personajes y situaciones con esa voz que te recuerda todos sus momentos. Es una invitación y prueba ser un estilo que a mí me gusta abordar a veces ya que lo encuentro atractivo en la forma que ayuda a soltar las descripciones como un segundo observador.
A mí me llamó la atención y se me hizo rico eso que comenta Gonzo, como un segundo observador, será que es algo que no veo a menudo y por eso lo disfruté.
Con cucharadas de miel y cobijo este relato me llevó de la mano.
Ros
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