martes, 5 de junio de 2012

A riesgo de otoño




Nací en la ciudad de San Miguel de Allende, en aquel día de la llamada tormenta de otoño, sí, así de inconexo fue mi  nacimiento. Mi madre me  parió en pleno parque; comía un dulce de higo al instante que le entraron las contracciones y el cielo se ennegrecía. Entre el ventarrón y un relámpago estruendoso lloré por primera vez, una hoja de uno los árboles que protegían  a mi madre se me pegó al pecho. Conservo esa hoja, está en mi oficina del desierto, le tengo enmarcada bajo la leyenda “La  naturaleza muerta que me dio vida”.
Mi madre no tuvo más hijos, en sí yo no tuve padre. El sujeto con quien mi madre me había procreado fue un delincuente el cual estaba de paso en el pueblo;  se le acusaba de fraude y peculado. Fue mago, mentalista, curador y pastor de iglesia. Eran muchas las personas a las cuales había timado, entre las acusaciones más fuertes se encontraba el hecho de algunas personas fallecieron dado que hicieron caso a su charlatanería, dejando entonces tratamientos médicos que les mantenía con vida. La seducción fue la herencia de este hombre a mi ser.
Desde aquel  primer llanto entre las corrientes de aire no volví a llorar, hasta cuando encontré a mi madre en su cama acompañada de la fotografía de aquel hombre funesto que fue mi padre. Mi tía Lucía decía que mi madre murió de tristeza, yo tenía apenas siete años. Se me concedió dormir ese día al lado del cuerpo frio e inerte. Extrañas eran las costumbres de mi familia, situación que hasta hoy mucho agradezco.
Estudié en un colegio por demás conservador, si bien no se encontraba raptado por la idealización de la escuela cristiana, si tenía mucho el rasgo de fundamentalismo, que en ocasiones me hicieron sentirme parte de una imaginaria, un tipo de educación límbica entre la libertad y el fascismo mismo. Destaqué en las clases de Historia universal, Filosofía,  Artes, fui asiduo participante de las mesas de debate. Mi personalidad rayaba ocasionalmente en lo patológico, causa de mi aguda introversión contradictoria  de mi pasión en aquellas increíbles tardes de debates con el Profesor Rufino Archundia. El Profe Archundia gustaba de establecer tópicos versátiles de las un millón de crisis que embargaban al estado “puro” del espíritu humano, según nos decía. Estos debates fueron mi pase al Colegio México, becado por el gobierno impuro guanajuatense. A los 19 años me embarqué a la gran ciudad; mi estadía fue por demás única, decidí vivir en un paralelismo,  durante las mañanas de aquellos años me vi secuestrado por las bibliotecas y todo aquel espacio que me hiciera olvidarme de mí, reiterando en esto una y otra vez un nacimiento. Por las noches me desterraba a la glorificación de lo impropio, de lo indebido, de lo impúdico; entre barrios, farras inauditas y lodazales curtí mi sombra. Tal ritmo de vida durante tres años me llevó a un sanatorio mental, mi estadía en tan particular institución instruyó mi vaivén pendular llamado existencia, en pocas palabras parieron mis propósitos.
Del Colegio México fui orgullo y vergüenza a la vez. Se me becó de nueva cuenta, en esta ocasión mi exilio magnánimo me llevaría a la Asía del pacífico, específicamente a la India, estudié  en la Universidad de Delhi dos posgrados: uno en Ciencias sociales y el otro en Música y Bellas artes. Mi estadía en aquel mágico lugar me otorgó la paz que hasta ese momento sólo vislumbra en la poesía del zen o en un soneto Bachiano. Viví y rescaté todavía parte de un lugar ajeno del ideal occidental, en aquellos tiempos el contagio global era apenas un bebé que succionaba su dedo narcisista.  Allí me enamoré por primara vez, de igual forma me vi succionado en la agonía-disfrute del desamor, la condición humana es y será la misma, ajena siempre a la temporalidad y al relativismo cultural. Siete años pasaron para que volviera a México, ahora le valoro, en aquellos días aborrecí el retorno.
Encontrar trabajo fue lo más complejo, y no porque no lo hubiese, sino porque no me satisfacían ninguna de las ofertas. De los tres trabajos que tomé les caracterizaba su rigidez y sus políticas ficticias de beneficio social; eternamente abolido por la hipocresía y el control de las instituciones decide darles la espalda (poco les importo, claro).  Comencé a escribir columnas en un periódico virtual, primero inicié quincenalmente, después lo hice  semanalmente, para terminar  escribiendo cada tercer día. Los temas ahí tratados fueron diversos, siempre tuve libertad de hablar de lo que yo quería. Si bien esto podría sonar egoísta, traté de asociar cualquiera de mis disertaciones al sentido de mi realidad inmediata. México pasaba por momentos jamás imaginados, una venda del tamaño de un coliseo parecía caer, lo peligroso de esto es lo que ocultaba ese gran manto, a muchos nos puso al desnudo y pocos nos acostumbramos a deambular sin ropas. Mi columna bautizada “A fuerza del olvido” tuvo una inesperada aceptación, comenzaron a llover las propuestas para escribir en distintos periódicos nacionales, me negué durante unos meses; vendría la invitación del Maestro Javier Rojas, su novela “Caminos flotantes” se había convertido en una referencia literaria del México renovado. He de ser sincero, no fui muy asiduo hasta ese momento de la monumental obra del Maestro Rojas, Caminos flotantes marcaría mi vida. Trabajé durante dos años para el semanario  de Rojas.  Vendría el fatal accidente en donde Rojas, su esposa e hijos murieron,  el grupo editorial tardó mucho en recuperarse de ese duro golpe. Se me asignó como jefe editor, duré poco, comenzaba a perder la pasión, cumplía 30 años. Comencé a guionizar  un pequeño cuento, el mismo le había iniciado en Bengala, le abandoné por años, su trato se fundamentaba en una meta ficción, la historia de una chica encerrada en una caja de fósforos, sí, era absurdo. El retomarle no desplazó su esencia, sólo le cambió de lugar, una chica encerrada en un sueño, el de otros, así surgió: “El sueño de los otros”. Primero el Ariel, luego el premio de la crítica en el Festival de cine independiente de los Ángeles, hasta llegar al Goya, fueron dulces días. La anécdota del coctel en Madrid me siguió por años. Ante la insistencia de los medios dije –y sostengo- hasta ahora, no fue una falta de respeto de mi parte mencionar en plena gala mi postura al respecto del gobierno español. España paga ahora su confianza y desestimación de los países que subyugó. La iglesia y su concepción del estado fueron el cáncer de América.
Por esas mismas fechas tuve el mejor de los honores, convertirme en padre. Sólo de las entrañas y corazón de Gabriela pudo venir algo tan hermoso como lo es Berenice. Aún ahora como madre, le sigo sintiendo como aquella primera vez que mis ojos tuvieron el milagro de verle respirar.
Escribiría tres novelas más, y una antología de cuentos; guionicé un serial de ciencia ficción “La causa de todas mi realidades”, tuvo un éxito mediano. No desistí en el seguir contando historias, pero creo que el resto, celosamente lo digo, son para mí. El día que muera, y si de algo importa, les compartiré desde  lo que signifique la muerte, hasta ese momento tendrá sentido.
Y si de humildad se trata, mi vida, el valor de ella, vendrá siempre de las vidas que hasta ahora le han rodeado, que le han acompañado.
Gracias a todas esas vidas.

1 comentario:

Dr. Gonzo dijo...

Un gran ejercicio de la voluntad de proyección vislumbrado por ciertos momentos, por ciertas palabras. Esto es el tipo de cosas que uno puede disfrutar con el paso del tiempo. Chingón.