Unas gotitas de limón, para dar sabor, a la vida insípida
que sin aviso se le presentó. Exprimen de sus ojos lágrimas agrias, recuerdos
que ella insiste en retener, come limón con azúcar mientras añora un lugar y un
tiempo a los que no puede volver. Zumo ácido baja por su tráquea, arrastra
palabras que podrían corroer al pronunciarlas, mejor digerirlas junto con un caldo
caliente, de familiar sazón. Corta su verde armadura y el limón llora, vierte un
poco en el café de la mañana, después de una noche acre de insomnio. Se
acicala, jugo del cítrico para aplacar su cabello, el resto del fruto lo pasa
por sus axilas, adentro de su cuerpo el gusto, el aroma en su exterior. Se
acuerda cuando maceraba la corteza del limón, para frotarla en sus pechos,
luego su amante derramaba mezcal en ellos, más embriagados de lujuria que de
alcohol; él hendía su cuerpo, justo en el centro, dos pares de brazos exprimían
sudor de esfuerzo y luego de un rato de apretarse mutuamente, quedaban desmadejados
en la cama, como cáscaras estrujadas, pero vivas, perladas de efluvios de pasión.
Sacude su cabeza y aleja esas imágenes, un buche de tequila y una chupada
profunda a medio limón con sal, las penas así tienen una faz más amena. Se
promete que de sus ojos verdes claros, mitades de limón maduro, ni una gota más
de tristeza volverá a escurrir. Ella sabe que el sabor agrio tiene un dejo de
alegría, piensa mientras engarza en su melena azabache, una blanca flor de
azahar.
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