La enfermera llegaba todos los días puntualmente a las siete de la
mañana a casa de la familia Pino, una casa antigua de las del centro, en la que
se dedicaba al cuidado de una señora nonagenaria aquejada por diabetes y
demencia senil, su nombre era Edith.
Cuando conoció a Doña Edith supo de inmediato que rompería su regla de
oro: no encariñarse con los pacientes. Doña Edith fue bendecida por la vida con
el invaluable don de envejecer con gracia. Era una señora pequeña, con algo de
sobrepeso, cabello canoso recogido en un chongo, que pasaba sus últimos años de vida tendida
en la cama. Dormía casi todo el tiempo, sin embargo, cuando despertaba siempre se
le veía de buen humor. Al sonreír, su boca sin dientes parecía más infantil que
centenaria y en sus ojos aún se le observaba
esa alegría de vivir que muchos pierden antes de terminar los treintas.
Debajo de todas sus arrugas, aún se podía distinguir el rostro de la
mujer que, si bien no bella, poseía una cara
que inspiraba confianza y ternura en
quienes la conocían. Había sido una mujer ordinaria, de clase media, madre de
familia, respetable esposa y ama de casa muy trabajadora, tal como dictaban las
costumbres de su época. Una mujer con fe en Dios que no faltaba a ninguna
fiesta de guardar y rezadora en las
novenas de todos los santos.
La pasión de su vida fueron las ollas y las sartenes, no había lugar en
que se sintiera más en su elemento que en la cocina, fue la mejor cocinara de su barrio,
con una sazón deliciosa. Desde su cocina llevaba control de su familia, atendía
a sus visitas y cuidó de sus hijos, sobrinos y nietos. Debido a su buen juicio, don de gente y
sentido común, muchas personas la adoptaron como confidente y consejera, era
amiga de todo el mundo y la casa siempre estaba llena de amistades. Tenía sólo
un par de defectos: una lengua mal hablada y falta de preparación escolar ya que solo pudo estudiar hasta tercer año de
primaria.
Tuvo una vida tan plena y feliz
que el puro recuerdo le alcanzó para
llenar de alegría su vida hasta el final. Algún tiempo atrás, antes de que
llegara la enfermera, cuando su
enfermedad empezó a aquejarla cruelmente con dolores e incapacidades, dejó de
entender porque seguía en este mundo, ¡ya no le quedaba nadie! Ni hijos, ni
hermanos, ni amigos, todos la habían dejado, todos se habían ido antes. Una mañana simplemente decidió cerrar su mente, se fue
con su gente y nos dejó su cuerpo abandonado.
A la enfermera, Doña Edith le parecía una superviviente; diabética desde
mediana edad, había llegado a los noventa años con solamente
dos dedos amputados, buen oído y vista; sobrevivió a todos sus hijos y eran sus
nietos quienes la cuidaban.
Incapaz de valerse por sí misma ni para las tareas más elementales, todos
los días de su vida eran iguales. A las siete y media de la mañana la enfermera
la levantaba; se le cambiaba el pañal y se le acicalaba como a un bebe. Había
que girarla en la cama para limpiarla, ponerle talcos y cremas para prevenir
cualquier tipo de llagas y sanarle sus heridas. Doña Edith, con su mirada
pérdida y la mente volando muy lejos, era como una palomita dócil que se dejaba
le hicieran lo que tuvieran que hacerle.
Después seguía el desayuno, le daban fruta, suplementos alimenticios,
comida blanda y balanceada que su boquita sin dientes y su cansado estómago
pudieran digerir. Todo esto acompañado de medio centenar de pastillas para
mantener su cuerpo con vida. Su
enfermera la criaba pacientemente, le limpiaba con cuidado la saliva y la
comida que se le escapaba de las comisuras de su boca al masticar. Doña Edith se esforzaba por comer y sonreía
con los ojos como señal de agradecimiento a su amable enfermera.
La enfermera la bañaba diariamente con agua caliente, la sentaba en una
silla debajo de la regadera y
cuidadosamente le jabonaba toda su piel, era tan viejecita, que había que
manipular la piel de sus brazos con el mayor cuidado para no cortarla o dejarle
moretones. Los días que doña Edith tenía su mente con ella, disfrutaba
el agua caliente y los aromes con los
que la bañaban, le encantaba el olor de la vainilla, le traía muchos recuerdos:
su helado favorito, los flanes y su repostería; también gustaba de los aromas
frutales, especialmente sus espumas de sandía y coco. Le lavaban, secaban y
peinaban su cabello, a sus noventa años, su cabello era muy delgado y suave,
pero aún daba para hacer trenzas y chongos. En realidad, ella se dejaba hacer todo,
ya que la mayor parte del tiempo estaba ausente.
Después del baño y el desayuno, la enfermera le masajeaba el cuerpo para
prevenir problemas de circulación. Gentiles masajes en las piernas y en los
brazos, había que evitar a toda costa otra amputación. La primera operación fue
muy dolorosa, pero Doña Edith jamás se quejaba por dolor. Sin importar lo mucho
que dolieran sus piernas, o que le
estuvieran haciendo cosas incómodas, como limpiando sus partes íntimas, jamás
se quejaba de nada, si acaso, fruncía el ceño. Era fuerte y aguantadora.
A veces por las tardes, llegaban sus bisnietos a jugar con ella; para ellos, la bisabuela era una muñeca mansa y linda de carne y hueso. Jugaban a que eran doctores y ella su paciente, le practicaban todo tipo de operaciones. Vendaban sus brazos y piernas, la llenaban de talco, incluso le pegaron unas salchichas en el pie donde habían emputado sus dedos. También le hacían todo tipo de peinados exóticos, trencitas, chongos, le colgaban collares y bufandas, le ponían moños y lazos, pintaban sus labios y sus uñas y le hacían cirugía plástica estirándole la piel de la cara. Doña Edith no se quejaba, no parecía siquiera darse cuenta de que los niños estaban ahí. Solamente reaccionó la ocasión en que en una de sus cirugías plásticas le pusieron una pinza de tender ropa a sus arrugas y el dolor la despertó de vuelta a nuestro mundo.
Todos los días a las doce del día, como si fuese girasol, al llegar el
sol a su punto más alto, el cerebro de Doña Edith encontraba su luz y le
permitía contactarse un rato con el mundo real; entonces su enfermera podía asomarse un poco a ese limbo en el que su
paciente consentida vivía su día a día.
Se quedaba con ella, sentada junto a la ventana, escuchándola hablar
“Buenos días Doña Edith, ¿Cómo ha estado? ¿Qué tal su día?” le preguntaba como
si fuera la enfermera quién en realidad acabara de llegar. Doña Edith,
platicadora por naturaleza, algunas veces la conocía y otras no, pero siempre le
contaba todo lo que había hecho. “Fui al mercado tempranito, agarré camión
porque me dolían los pies pero mi marido tiene su asma y necesito sangre de tortuga para su remedio, se
ha visto rete mal el pobre…” o “Preparé
mis rezos para la novena del Divino Niño, hoy toca cantarle en casa de mi
comadre Soco y…”. A veces hablaba de sus marchantas, de gente que se había
encontrado en el camino, problemas caseros, chismes de barrio, pero de lo que
más disfrutaba hablar y en detalle contaba era la comida que preparó ese día:
frijol con puerco, pan de cazón, pescado frito, puchero, sopa negra, manitas de
cangrejo, chilpachole, mole, puerco entomatado, cochinita, calabacitas…
En ocasiones, en esos despertares de mediodía, traía compañía de su mundo, venía con sus
muertos. Esos días, después del saludo inicial de la enfermera, Doña Edith le
decía que no fuera grosera y que saludara a don Adalberto, o que no
interrumpiera a su suegra, o que se retirara porque necesitaba hablar en
privado con Sonia. La enfermera, respetuosa de su paciente salía de la
habitación y Doña Edith se quedaba sola,
en silencio, mirando a un punto en particular y aunque no hablaba, se veía
alerta y despierta, de vez en cuando, hasta sonreía porque en su mente estaba
teniendo una conversación de lo más interesante con sus visitas.
Alrededor de la una y media de la tarde, doña Edith se empezaba a
confundir. Algo de este mundo llamaba su atención, algo cotidiano que no
concordaba con el mundo en que vivía. El
sonido de la tele, el pasar de los carros, el reloj, algunas veces eran los
bisnietos. Acostumbrada a vivir su día a día seis décadas atrás, no asimilaba
cuando los niños la llamaban “abuelita”, las canciones se le hacían muy
“modernas”, el reloj no daba “otra hora” y perturbaba el orden de sus
recuerdos.
Se empezaba a sentir cansada, hacía intentos por moverse y le angustiaba el no poder. Se daba cuenta de
repente que ese día no había ido a la Iglesia, ni al mercado, ni a ningún lado
del que hubiera estado hablando antes y por más que se esforzara no acertaba a recordar
que era lo que había hecho realmente ese día, o porque de repente le costaba
tanto trabajo moverse. Entonces el dolor de su cuerpo regresaba, la agobiaba y
rompía a llorar.
Cuando era día de "visitas", sus
muertos se desparecían lentamente frente
a sus ojos y entonces llamaba angustiada
a la enfermera; le contaba que se quedó dormida y tuvo un sueño muy real. Doña Edith
siempre se auto explicaba esos “sueños” como que la visita en cuestión (su
prima, hermano, marido, suegra o hijo) estaba muy enferma y habían ido a despedirse de ella.
Le suplicaba a la enfermera que llamara a la familia para preguntar si
estaban bien; luego desenmarañando sus entremezclados recuerdos, caía en cuenta
que ya había asistido a sus velorios y entonces su añejado corazón se llenaba
de miedo; pensaba los fantasmas habían
ido por ella. En esos instantes volvía el dolor, cuando su mundo colapsaba, el
dolor que ese limbo bloqueaba regresaba con toda su fuerza sobre ella y el peso
la hacía llorar.
Entonces la enfermera solamente le daba una mentita y trataba de
tranquilizarla, le prometía que todo estaría bien, que durmiera un rato para
olvidar el dolor. Cual si fuese una niña, la abrazaba, le ponía música o le cantaba hasta que Doña Edith se volvía a dormir; cuando
despertara de su siesta, regresarían sus ojos abiertos con la mirada pérdida, su
mente muy lejos en el tiempo, eligiendo vivir su vida en otra época, los años
en que fue feliz y olvidando por completo el doloroso día a día por el
que cotidianamente su cuerpo
tenía que pasar.
5 comentarios:
En alguna ocasión me toco cuidar a un familiar que estaba mas o menos en esa situación, ausentes y esperando el día para marcharse de este mundo piñata.
Me gustó la imagen de la señora y la intervención de la enfermera que la cuidaba con mucho esmero. Tallereando: hubo momentos en que me confundí entre las descripciones de su día supongo que se puede pulir un poquito mas y tienes algunos errores de dedo.
Saludos
Híjole, qué historia más triste, "muñeca mansa"... fuerte escena.
Me texto me hizo sentir varias cosas, entre ellas coraje y ganas de no llegar a esa edad en circunstancias así. Me gusta tu forma de narrar, aunque extenso, se lee facilito.
Yo le quitaría algunos detalles y sugeriría al lector las cosas que pensó sin ahondar en listados.
Saludos
Ros
Me enamoré de la imagen de doña Edith. Me resultó algo muy fuerte y me pudo conmover su situación. Manejas elementos de interacción súper acabados. Desde mi óptica, valió la pena la extensa descripción de algunas cosas, era algo que pude imaginar con detalle y que en su final me dio un vuelco en las tripas. Grandioso.
La muerte en vida, Dios mio, me ha afectado y eso es signo de que fue un relato convincente, sobretodo en el ultimo tramo ¡Chido!
Me sacaste la lágrima. Logré visualizar todas las escenas con tan detalladas descripciones.
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